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Luis de Castresana                                                                                                                 Retrato de una bruja

Luis de Castresana

 

 

Retrato de una bruja

 

 

Círculo de Lectores

 

 

Cubierta, Liarte

Círculo de Lectores, S.A.

Valencia, 344 Barcelona

234567893703

© , Luis de Castresana, 1970

Depósito legal B. 51067-1972

Compuesto en Garamond 10

impreso y encuadernado por Printer, industria gráfica S.A.

Tuset, 19 Barcelona 1973

Printed in Spain

ISBN 84-226-0406-X

Edición no abreviada

Licencia editorial para Circulo de Lectores por cortesía de Editorial Planeta

 

 

ÍNDICE

EL AUTOR Y SU OBRA              2

Primera parte              5

EL AMOR              5

I              5

II              11

III              17

IV              27

V              35

VI              43

Segunda parte              55

EL AQUELARRE              55

VII              55

VIII              62

IX              70

X              81

XI              88

Tercera parte              98

LA BRUJA              98

XII              98

XIII              106

XIV              113

XV              121


 

EL AUTOR Y SU OBRA

Luis de Castresana nació en Ugarte, San Salvador del Valle, en la provincia de Vizcaya, el día 7 de mayo de 1925. Estudió en las escuelas municipales de Retuerto y Baracaldo. Durante la guerra civil fue evacuado junto con otros centenares de niños vascos, y luego siguió estudios en el Ateneo de Forest, Bruselas, y en la Universidad de Amsterdam.

Durante varios años ha sido corresponsal de prensa en Holanda e Inglaterra. Ha viajado por casi toda Europa y Oriente Medio como cronista y ha participado en una expedición científica internacional al casquete polar ártico. En la actualidad se dedica exclusivamente a escribir y colabora en algunos periódicos de España e Hispanoamérica. Luis de Castresana se ha definido a sí mismo como «un hombre que escribe; es decir, una criatura que trata de cumplir su vida por el camino de la palabra escrita».

Ha publicado numerosas novelas, ensayos y biografías, así como algunos cuentos y es el autor de las versiones españolas de las películas rusas, Don Quijote y Hamlet. Pero sobre todo es el autor de la novela El otro árbol de Guernica (1967), en la que cuenta sus propias experiencias de niño evacuado en el extranjero, durante la guerra civil. Esta novela recibió el Premio Nacional de Literatura Miguel de Cervantes, 1967, y el Fastenrath de la Real Academia y de ella se ha hecho una película, con guión de Pedro Masó y Florentino Soria y bajo la dirección de Pedro Lazaga. El diario de París, «Le Monde» escribió de esta novela que es una «de las mejores novelas publicadas en España durante los últimos treinta años». Hay que citar, además Nosotros, los leprosos (1950), La frontera del hombre (1964), Catalina de Erauso, la monja alférez (1968), así como sus colaboraciones en radio y televisión.

Otra de sus obras más importantes es Retrato de una bruja, finalista en el premio Planeta 1970. Sin salirse del ambiente vasco que informa toda su obra y ahondando en él a través de un tema que ha sido actualidad en Vasconia hasta casi ahora mismo, Castresana nos ha dejado un magistral estudio antropológico de un personaje tan característico de nuestras tierras. La bruja ha sido siempre poco menos que un ser maligno pero atractivo para el pueblo llano. Por otra parte, la bruja ha servido en muchas ocasiones de chivo emisario de intenciones políticas más o menos ocultas aquí y fuera de aquí. El tipo, por tanto, no podía ser más atractivo para un escritor sensible, y así tenemos una primera aproximación psicológica en Michelet, aunque bastante excesivamente cargada de historicismo e intenciones políticorreligiosas. Luis de Castresana, apoyado en los modernos estudios sobre la brujería medieval (en los cuales destacan precisamente no pocos estudiosos vascos) ha renunciado a cualquier interés sensacionalista para ahondar en el alma desnuda de una mujer del pueblo y, desde niña, seguirla en su evolución hacia el abismo del mundo mágico y hasta la tragedia.

Es evidente que sólo un novelista, un artista puede meterse dentro de la piel de un tipo de personaje tan complejo y controvertido como el de la bruja, como el de quien cree ser bruja, a quien se atribuyen poderes hechiceriles. Así este libro vale por todo un estudio antropológico.

Todos los datos «brujeriles» que se presentan en esta novela, y que alcanzan su mayor concentración y desarrollo argumental del capítulo VII en adelante, son rigurosamente históricos. Estos sortilegios, vuelos a la reunión sabática, invocaciones diabólicas, conjuros, supersticiones médicas y botánicas, pactos infernales, fórmulas esotéricas, descripción del aquelarre, etc., son creencias que se extendieron durante varios siglos por toda Europa con caracteres de epidemia, que en España hallamos en boca de reos y testigos interrogados por los inquisidores, y que constan en múltiples crónicas, documentos e informes de procesos y autos de fe. Es también absolutamente histórica la versión que a través de un personaje secundario se ofrece en el capítulo III sobre los sucesos de las brujas de Zugarramurdi.

He espigado aquí y allá en lecturas numerosas y en viejas leyendas y tradiciones de las Encartaciones vizcaínas. Debidamente manipulados y «literaturizados» (pero cuidando de que conservaran siempre su sustancialidad y su más auténtica historicidad) he puesto estos datos, estas creencias, estas supersticiones, al servicio del hilo narrativo.

Un riguroso investigador, Julio Caro Baraja, afirma que «la frontera de lo real y de lo irreal... es uno de los grandes temas de la Historia mental de los hombres» y que «la bruja existe en tanto y en cuanto hay una persona que cree firmemente en los efectos de su poder».

He procurado crear un argumento y unos personajes que tuvieran dentro de lo posible dimensiones arquetípicas. Diversos rasgos de estas criaturas de ficción, de su comportamiento novelesco y de la atmósfera «diabólica» que poco a poco las va aprisionando insensiblemente, envolviéndolas como en una oscura red psicológica, pueden encontrarse en algunos de los casos más característicos de hechicería.

En esta novela trato de ofrecer una vivificación directa y veraz del mundo brujeril. He querido, sobre todo, desarrollar un análisis del proceso mediante el cual una criatura humana se convierte en bruja.

Luis de Castresana.

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Primera Palabra de Nuestro

Señor Jesucristo en la Cruz.

(San Lucas, XXIII, 34.)

Primera parte EL AMOR

Creer que un cielo en un infierno cabe.

Lope de Vega.

I

Las llamas temblorosas de las velas agigantaban la silueta del Padre Melchor, empujando la mancha de su sombra y poblando de extrañas formas movedizas el claroscuro de la nave. Envuelto en aquella sotana que le venía muy ancha, y que parecía a ratos hinchada por el viento, sus movimientos lentos y metódicos crecían distorsionados al proyectarse en el altar y en los muros, en los reclinatorios y en los primeros bancos. La negrura de su sombra se derramaba, desproporcionada y gesticulante, hasta alcanzar el pequeño altar lateral de San Juan Bautista, junto al lampadario de hierro en el que ardían seis grandes cirios y el confesionario vacío. Olía a cera quemada y a frío y a madera vieja.

—Cuarto misterio: el Señor con la cruz a cuestas camino del Calvario.

El Padre Melchor tenía una voz suave y grata, pero aquel atardecer de otoño el eco se la agrandaba también extrañamente, haciéndola ronca y poderosa. «¿O será —pensó Ana— que hoy todo me parece distinto, extrañamente nuevo?»

—Padre nuestro, que estás en los cielos...

El coro rezoso de los fieles, monótono y adormecedor, llegaba casi a tapar el tenue ruido de la lluvia que caía mansamente sobre el tejado y se hacía música líquida al chocar y deshacerse en las vidrieras policromadas.

—Dios te salve, María...

Los dedos de Ana, apretujando el rosario, iban contando, nerviosos, las cuentas que le quedaban. Todavía nueve avemarías y un gloria Patri para acabar el cuarto misterio. Luego el último misterio doloroso: otra vez el paternóster, las diez avemarías y el gloria Patri. Más tarde —Ana lo pensó con una infinita sensación de alivio— la letanía a Nuestra Señora, el agnus déi y la oración última.

Y en cuanto acabara todo, en cuanto don Melchor abandonara el altar y fuera a la sacristía, en cuanto los fieles se levantasen de sus bancos o de sus reclinatorios, encaminándose hacia la salida e inaugurando en voz baja los corrillos y comentarios de cada noche, ella saldría de prisa, cruzaría la plaza, se encaminaría a la vieja casona derruida...

La poseyó de nuevo una oleada de impaciencia.

Le parecía que faltaba una eternidad hasta el momento en que, por fin, vería de nuevo a Martín. Entornó un segundo los párpados y suspiró. Sintió el peso de los ojos de Ceferina en su nuca, adivinó su mirada, triste y preocupada, y siguió rezando.

—...y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Dios te salve, María, llena eres de gracia...

Pero le era imposible concentrarse.

Toda ella estaba hoy empapada de la presencia de Martín. Tuviese los ojos abiertos o cerrados, orase o escuchase el rezo de los demás, mirase hacia el altar o hacia la bóveda, ella tenía a Martín ante sí. Y aunque oía el calmoso murmullo de la lluvia, y aunque la voz del Padre Melchor le sonaba más recia y más bronca, tampoco estaba oyendo realmente el caer del agua ni las oraciones del sacerdote ni las de los fieles, sino escuchando una vez más, muy próxima y muy real, la voz de Martín.

No era la primera vez que eso le sucedía; pero hoy estaba más consciente de ello que nunca.

«Porque ésta será la última vez que le veré en mucho tiempo», se dijo a sí misma con desesperanza.

Y quedó un instante en silencio, con la boca ligeramente entreabierta, repitiéndose este pensamiento.

Acababa de descubrir que lo que verdaderamente le preocupaba, lo que le alarmaba y entristecía de manera absoluta, hasta obsesionarla —hacía dos noches que apenas dormía pensando en eso—, no era el hecho de que Martín marchase, sino la posibilidad de que no regresase jamás. Tal vez muriera estando lejos; o tal vez... tal vez encontrara algo, alguien, una mujer, que le retuviese lejos de allí, lejos de ella...

—No, Dios mío —murmuró—. No podría soportarlo.

Su corazón le falló un latido y por un momento se supo vacía por dentro, totalmente vacía. Trató de dominarse. Sin el menor esfuerzo logró sintonizar con el rezo y continuó desgranando el rosario y llevando la cuenta de manera automática.

—Haz que vuelva pronto, Señor, haz que vuelva pronto...

La mirada de Ceferina seguía fija en su nuca. Ana lo supo con total certidumbre, sin necesidad de mirar a la anciana con el rabillo del ojo.

—Quinto misterio doloroso: la crucifixión y muerte del Señor.

—Padre nuestro, que estás en los cielos...

Ya no oía el caer de la lluvia. Imaginó la vieja ferrería desierta, el camino encharcado, el viento soplando por entre los árboles mojados, el pueblo casi a oscuras, con la luz de algún velón o algún candil brillando aquí y allá tras las ventanas. Y Martín y ella juntos, mirándose, despidiéndose.

—Se va, se va mañana.

Y de nuevo entornó, durante una fracción de segundo, los párpados. Ceferina tosió. Desde su reclinatorio, Ana giró levemente la cabeza para mirarla. Las manos de Ceferina, pequeñas, fuertes y gruesas, parecían desmenuzar con implacable monotonía cada cuenta del rosario y adquirían a intervalos, a la luz de los hachones, el aspecto de manos largas y nobles, vagamente irreales.

—.. .llena eres de gracia, el Señor es contigo...

«¿Es que hoy el rosario no va a acabar nunca?», se preguntó Ana. Se sentía incapaz de dominar su impaciencia.

Tuvo deseos de levantarse del reclinatorio, salir corriendo de la iglesia e ir al lugar del encuentro. Podría hacerlo inmediatamente. Pensó en hacerlo. Adoptaría una actitud un poco triste y enfermiza, como si de repente le inundase un malestar físico, y le diría a Ceferina que no se encontraba bien, que tenía que irse, salir.

—Sí, puedo hacerlo —se dijo—. ¿Por qué no?

Pero permaneció inmóvil. No, era inútil y lo sabía. No engañaría a Ceferina con aquellas excusas. Ni a Ceferina ni a nadie. Todos sabían que Martín y ella se amaban, que se amaban y que al día siguiente, a hora temprana, él abandonaría el pueblo. Era un secreto a voces. Si ella se levantaba ahora, si salía de la iglesia antes de terminados los rezos, todos la mirarían comprendiendo su pena. Y su comportamiento sería el eje de todos los comentarios, el centro de todos los chismorreos y habladurías de la localidad.

—Me compadecerían —musitó.

Y la idea de que alguien pudiera compadecerla le produjo una sorda irritación.

«Si al menos —pensó—, si al menos Ceferina no me acompañara hoy; si pudiera despedirme de Martín a solas.» Pero sabía que Ceferina, que le era tan fiel y tanto la quería, que la había cuidado siempre como a una hija, no se lo permitiría. Permanecería discretamente a un lado, en las sombras, procurando no molestar, pero imponiendo como una callada coacción con su mera presencia.

«Debo quedarme hasta que termine el rosario. No puedo, no debo llamar la atención.» Además, habían quedado en verse después del rosario, y tal vez Martín no estuviera todavía esperándola junto a la casona abandonada. Y aquel paraje, de noche, sin él... «Debo esperar.»

Suspiró una vez más, silenciosamente. Ocultó la cara entre las manos para poder cerrar los ojos sin que nadie la viera, tratando de aislarse. Le pareció que así tenía a Martín más cerca, que de algún modo con aquel aislamiento, con aquel simple gesto de cubrirse la cara con las manos, anticipaba mentalmente el encuentro.

—Hoy será todo diferente —meditó—. Esta vez es para despedirnos. Mañana se va, mañana...

El pensamiento de su futura soledad le hizo daño. Se encontró de súbito desarbolada, despojada de cuanto le era necesario en la vida. Cuando él se fuese, cuando él marchase del pueblo, dentro de unas horas, ¿qué iba a ser de ella? ¿Acaso conseguiría soportar su ausencia? Porque podía estar ausente durante un año, o durante varios, o acaso... acaso no volviera a verle jamás.

«Y sin embargo —se dijo— hubo un tiempo en que, durante muchos años, él no significó nada para mí.» La idea la asombró y tuvo las dimensiones de un descubrimiento que la dejó perpleja. ¿Era realmente posible que durante años, desde que eran niños, se hubiesen visto numerosas veces sin que ella adivinase lo que un día Martín había de representar en su vida?

La mirada de Ceferina seguía pesándole en la nuca.

—Kyrie eleison.

—Christe audi nos.

—Christe exaudí nos.

—Páter de coelis Deus.

—Miserere nobis.

Ana recordaba muy bien el momento de la revelación, el instante exacto en que la vida había adquirido para ella otro valor, otra significación, otro sentido.

—Máter Creatoris.

—Ora pro nobis.

—Máter Salvatoris.

—Ora pro nobis.

Las palabras salían de sus labios con el mismo automatismo con que sus dedos desgranaban las cuentas del rosario, sin poner trabas a su evocación.

Porque ya no se encontraba en la iglesia, sino junto a la ermita, entre la frondosidad de los castaños y robles y nogales. Volvía a aspirar el olor de aquella tarde primaveral; volvía a ver el agua del riachuelo, fresca y cantarina, y las piedras musgosas y resbaladizas por las que era tradición cruzar, con breves saltos, camino de la ermita de San Roque.

Todo desfilaba nítidamente delante de Ana: Ceferina blandiendo alegremente las rosquillas en una varilla de mimbre; el jubiloso y estimulante acento del chistu, sentimental y ligeramente agrio; el Padre Melchor bebiendo chacolí y coreando, con su voz suave y bien timbrada, una popular canción de la tierra; la breve ceremonia religiosa en la pequeña nave de la ermita rústica y luego la alegría de la pradera, estallante de músicas y risas y danzas y canciones.

Ana había saboreado aquella experiencia, aquel espectáculo, como una aventura. Se sentía excitada, feliz de hallarse inmersa en aquella actividad, feliz de participar en aquella algarabía, tan distinta en todo a la rígida frialdad de la torre y a la vacía monotonía de su vida cotidiana.

Y de pronto doña Engracia, la madre de Martín, se había acercado a ella para saludarla con una expresión que era a un tiempo familiar y aduladora.

Nunca había experimentado Ana simpatía alguna por aquella mujer obesa, de nariz pequeña y labios gruesos, cuya apariencia bondadosa desmentían sus ojos glaucos, fríos y penetrantes, muy hundidos en las cuencas. La opulencia presuntuosa de su atuendo y de sus modales contrastaba con la atmósfera de espontánea alegría popular que les rodeaba.

Y durante largo rato, durante todo el resto de la tarde, Ana tuvo que soportar su compañía, su verborrea, sus inacabables comentarios. ¡Qué sorpresa encontrarla a ella, una dama, allí! Aunque tampoco a ella le gustaban aquellos jolgorios populares. Demasiado vulgares, ¿verdad? ¿Y el señor don Santiago? ¿Se encontraba mejor? No, respondió Ana; su padre seguía igual, sin poder moverse de la torre, anclado en su sillón, junto al fuego, sometido a las interminables sangrías del licenciado Egaña y tomando pócimas que no aliviaban su salud ni ponían actividad en su cuerpo casi paralizado. Y doña Engracia: «¡Cuánto debe de sufrir! ¡Le gustaba tanto recorrer estos parajes e ir de cacería!» Ya no quedaban señores como él, no. Se estaba perdiendo el sentido del señorío y la hidalguía, iban desapareciendo los viejos y nobles modales, el respeto y el saber estar en su sitio. Claro: ¿qué podía esperarse de la vida en un pueblo de aldeanos y mineros? ¡Qué diferencia con la actividad social que poco a poco se iba creando en Bilbao, y no digamos de las fiestas, la fastuosidad y la cortesía de Madrid! ¡Allí sí que era posible vivir, allí sí que sabían apreciar la educación y los modales de la cortesía más exquisita!... Su primo Antonio, que era clérigo y residía en la Corte y tenía la Cruz de Calatrava y entrada en palacio, le había dicho que...

—Salus infirmórum.

—Ora pro nobis.

Una mujer tosió, en los bancos del fondo, y su tos se extendió como un contagio entre varios fieles esparcidos por toda la nave. Otra vez sonaba el caer de la lluvia sobre el tejado y los cristales aplomados de la iglesia.

Y doña Engracia continuó hablando, hablando. ¡Su esposo tenía tanto que hacer cuidando de su ferrería! Y tenía, además, participación en una mina. Por eso no asentaban residencia en Madrid. Porque «el ojo del amo engorda al caballo», ¿verdad? No, no podían ir a morar en la Corte. Tal vez más adelante... Ahora debían conformarse con ir de tarde en tarde a pasar unas pocas semanas. Claro que el viaje a la Villa y Corte resultaba realmente tan fatigoso, con tantas jornadas de trayecto y con aquellos pesados y molestos carruajes y aquellas insoportables ventas del camino... Pero su hijo, Martín, viviría otra vida; ya había hablado su primo el clérigo con influyentes personajes de la Corte para que el muchacho, que había perfeccionado sus latines en Salamanca...

Y Ana había depositado entonces su mirada en Martín, que permanecía al lado de su madre, un tanto taciturno y ensimismado, y se había acordado de cuando, niños ambos, le había recibido alguna vez en la torre cuando sus padres habían rendido visita de cortesía, y habían jugado juntos en el jardín.

Se saludaron sonriéndose en silencio, mientras los envolvía la palabrería de doña Engracia.

Ana sonrió también ahora, mientras rezaba, al evocar la escena.

—Refúgium peccatórum.

—Ora pro nobis.

—Consolátrix afflictórum.

...

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