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CRIONISMO
Rafael Castelman
* * *
El extraño título merece una explicación para el profano, pese a que el método
empieza a ser empleado frecuentemente y el término conocido por los hombres de
ciencia. Es un nuevo matiz del esnobismo, que busca la utopía de la inmortalidad como
el mosquito la luz, y que el físico Robert C.W. Ettinger define así: «La tesis se basa en
un hecho sencillo: en opinión de los expertos, si un cuerpo es congelado
inmediatamente después de la «muerte clínica» y conservado a la temperatura del
nitrógeno líquido (3200 Fahrenheit bajo cero), no se producirá virtualmente ninguna
nueva deterioración por tiempo indefinido».
Tal preámbulo es necesario para mejor comprensión del lector de los hechos que
me han sucedido, de los que he sido testigo y víctima y que me han llevado al estado en
que me encuentro.
Condenado a muerte. Puedo afirmar bajo juramento que no me hace temblar el
menor asomo de pavor viéndome en tales circunstancias. No me he aferrado a
necedades tales como observar los dibujos caprichosos del humo de mis cigarrillos.
(Bueno, míos no, del guardián, que se empeña en tenerme lástima y en mantener una
postura benévola francamente ridícula. Me recuerda al practicante que me daba
caramelos cuando me dejaba poner la inyección sin llorar. El no me da caramelos: me
da tabaco y me mira con los ojos húmedos de perro pachón) Tampoco he creado figuras
geométricas imaginarias en los baldosines que adornan la celda, ni me ha preocupado el
desplazamiento de las sombras que en la pared provoca el enrejado cuando amanece, o
cuando el sol oculta la cabeza bajo su almohada de nubes algodonosas y cobrizas.
Porque desde la celda se ve el campo, infestado de gente que sufre, padece y
sobrevive buscando bellezas inexistentes e imaginando utopías. Y a veces me pregunto:
«¿A quién separa la reja de quién?»
La muerte de un hombre es breve y desagradable, como el sonido del mecanismo
de limpieza de un W.C. Pero, más que nada, es breve. Infinitamente efímera. La vida es
una cadena, un dédalo de porqués y de dudas; una erosión mental continua y una
invisible lija que merma toda facultad a base de días.
No tengo miedo, no. Una vez despojado brutalmente de la belleza de Greta-Li, una
vez deshecho moralmente al no poder contemplar su silueta ni disfrutar de su aliento ni
de sus caricias, todo lo que signifique sufrimiento pierde sentido y fuerza coactiva desde
su punto de vista físico. Quien haya amado profundamente, hasta el padecimiento
cerebral, estará de acuerdo conmigo en que la privación del ser querido convierte la
existencia en un hondo volcán en erupción a cuyo lado las amenazas, los malos tratos y
las torturas disciplinarias corporales pierden su carácter terrorífico y hasta llegan, por
comparación, a parecemos caricias.
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En principio, la culpa fue del capitán Baarn, un viejo marino con quien había
trabado una amistad imperceptible. O sea, de las mejores. Baarn era condescendiente,
mesurado, mareante de garantía y pirata eficaz. Sus tráficos de coral y algas especiales
para productos químicos rozaban el esclavismo, ya que explotaba a los buceadores
nativos del trópico pagándoles jornales míseros y contemplando con la mayor de las
beatitudes cómo aquella pobre gente se quemaba los pulmones para engrosar su bolsillo
y el de los armadores. Pero está escrito en la Biblia que sin malicia no hay pecado, y en
el de Baarn no lo había: para él, todo individuo de piel oscura capaz de resistir
determinado número de segundos bajo el agua era susceptible de ser explotado, ya que
sonreía al emerger. «Si sonríe, es que no sufre», se decía. Y su conciencia subsistía en
una perpetua y estólida vacación.
A Baarn le molestaban mi oscurantismo, mi retraimiento y mi condición huraña. No
concebía el encierro entre paredes que no fuesen las de un camarote. Necesitaba tener el
mar junto a sí, frente a su mirada. Las olas, las mareas y la espuma le liberaban segundo
a segundo en imperceptible tictac. Para él, yo era un loco, un trasnochado, un psicópata
capaz de vivir entre libros y colecciones sin más compañía que la de mi criado-valet-
cocinero Svensky.
Svensky merece párrafo aparte. Era un polaco manco a quien recogí y saqué casi en
volandas del vagabundeo y el delito sistemático cuando medraba en los barrios de
Glinka recogiendo colillas y exhibiendo su muñón para mendigar y obtener algo de
calderilla: la suficiente para emborracharse. Nuestro encuentro merece la pena
transcribirse, por lo humano y por lo sincero.
- ¡Caridad para un pobre mutilado, caridad! - había musitado, remangándose la
sucia camisa de sarga y poniéndose bajo las narices la cara grotesca de su miembro
amputado sobre el codo.
- ¿Es de la guerra, buen hombre?
- No señor. Es un corte de mangas del destino - no trataba de hacerse el gracioso;
hablaba con perfecta seriedad.
- Toma esta guinea, buen hombre - aflojé la bolsa, sintiéndome caritativo -; con ella
podrás comer un par de días.
- No comeré con esa guinea, señor - me dijo, tomándola con presteza con su única y
ágil mano.
- ¿Que no? ¡Pues no esperes que te dé más!
- No lo espero, señor. El señor ya ha sido bastante amable y generoso. Pero no
comeré con la guinea que me ha dado...
- ¡Con ella podría comer un regimiento!
- Sí; no lo dudo. Pero yo no comeré con la guinea del señor. Me emborracharé
como un piojo y soñaré con Banek, el sargento que violaba a las mujeres sin quitarse el
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cigarro de la boca; y con el viejo Boris, que sigue convencido de que va a pescar algo, si
no se ha muerto todavía de tanto mirar al agua. Y creeré entonces que las estrellas se
comen, y me las comeré...
Le llevé a casa y le puse una semana a prueba. Sólo me robaba el vino y el licor que
caía en sus manos, pero por lo demás era puntual, insobornable y devoto de su patrón.
Borracho o no, cumplía mis órdenes a rajatabla. Hablaba poco y no se tomaba
confianzas. A fin de semana le concedía un día de fiesta y un sueldo, y medio lunes para
que pudiese recuperarse de la talanquera, cosa que hacía con rara habilidad cogiendo
otra nada más despertarse.
Cuando Baarn se empeñó en hacerme cambiar de vida, Svensky llevaba tres años a
mi servicio. Su estatura, sus ojos rojizos y vivos y su pelo de estopa impresionaban al
marino, que le tenía cierta sorda aversión y quién sabe si algo de temor intuitivo.
- ¿Por qué sigues teniendo a ese parásito en casa? - solía preguntarme.
- No es un parásito. Habla poco o nada, trabaja y no se mete en lo que no le
importa. Si le hubiese dejado en los muelles, habría acabado despanzurrando prójimos
por tres o cuatro céntimos. Le he rehabilitado y me es útil. ¿Qué más quieres?
- No sé... Tiene algo... Hablando claro: no me cae bien.
Un día que el capitán había venido a cenar a casa, llegado el momento ritual de los
habanos, me preguntó después de apagar la cerilla, frunciendo el ceño sobre sus ojillos
claros enterrados entre arrugas:
- ¿Por qué no te casas?
- ¿Con quién? - me eché a reír a carcajadas -. ¡Soy un gruñón solitario y no de muy
buen ver...! ¡Es difícil aguantarme, a menos que se sea un taciturno apático como
Svensky! Además, aún no he encontrado mi tipo, mi ánfora platónico perfecta... todavía
no la tengo siquiera bien definida en mi subconsciente. Y, ya que tocamos el tema, ¿por
qué no te casas tú?
- Lo hago - rió de medio lado Baarn -. Lugar donde fondeo, matrimonio al canto.
Lo de la novia en cada puerto, como todos los tópicos, es una verdad como un templo.
Y como no soy muy exigente...
- Ya. Pura función fisiológica.
- Llamémoslo ritual. No centro mi vida en ello: hay cosas más trascendentes...
Quedamos unos segundos en silencio, fumando, y mirando el chisporroteo de las
llamas. El marino habló el primero:
- Te propongo algo que te sentará bien. Embárcate conmigo. Un viaje al trópico es
lo que está pidiendo a gritos ese color de pergamino cadavérico que se te ha puesto...
Zarpo pasado mañana. Un asuntillo de coral y algas, como siempre. Tengo sitio de obra,
el paisaje merece la pena y -me guiñó un ojo cómplice- las nativas...
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Lo pensé un rato. La idea no estaba mal... no estaba mal del todo... Las cuatro
paredes sobraban. Todos los libros, los papeles y las elucubraciones, también.
Me veía ya con el torso desnudo, con mi barca fondeada en una playa de arena
finísima, recogiendo conchas y robinsoneando a mis anchas. ¡Libertad de cuerpo y
espíritu!
En cierto modo, Baarn tenía razón: debía salir de mi caparazón de misantropía por
un mes o dos.
- ¡Acepto! - me decidí -. ¡Quién sabe si allí está enterrada mi ánfora platónico!
Nunca pude sospechar la verdad tan alucinante que se escondía tras la aparente
intrascendencia de mi broma.
Llamé a Svensky y le pedí que trajera la botella de «scotch» de las grandes
ocasiones. Cuando la puso sobre la mesa, observé que el nivel había bajado
considerablemente desde la última solemnidad, y que los claros ojos del polaco manco
brillaban de forma insólita, como zafiros recién extraídos de la roca de su tez cuarteada.
No dije nada: la proposición de Baarn me había puesto de buen humor, con un
estado de ánimo que rozaba la euforia, y hasta olvidé que tenía que estar disgustado por
el último que había sufrido.
Bibliómano y papirómano impenitente, coleccionaba todos los infolios que caían
bajo mi vista, y, días atrás, hurgando en los tenderetes de los libreros de viejo, hallé
unos textos autógrafos de Voltaire en un establecimiento.
Por extraña coincidencia, al hojearlos cayó al suelo una partitura. El propietario de
la librería, un húngaro con aspecto de profeta románico que se parecía a Marx, la
recogió, miró y remiró.
- Lo siento, señor, pero me quedo con este incunable. No lo incluyo en el precio de
los papeles que se lleva - me dijo.
- ¿Por qué no? - me extrañé.
- Es una sola hoja, pero vale mucho. Es una partitura autógrafa de Brahms...
Dieciocho o veinte compases... tal vez un capricho, una inspiración momentánea del
compositor... El caso es que su firma figura al final de la melodía, ello es indudable...
Me la quedaré para mi colección particular. Este trozo de papel amarillento tiene un
valor incalculable, y, como tal, lo guardaré para mí. Lo crea usted o no, señor, a veces
quienes vendemos documentos antiguos sufrimos tanto o más que ustedes al
despojarnos de ellos.
»Sé perfectamente que la bibliomanía posee caracteres patológicos, como la
filatelia y, si usted me permite, el fútbol... No: no venderé esta partitura... Sé que a usted
le duele no llevársela, señor, pero póngase en mi caso, porque puede hacerlo al
compartir mi devoción por los documentos antiguos. Ahora hay maníacos para todos los
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gustos -rió, si reír puede llamársele a enseñar unas encías almenadas de dientes
verduscos- sin ir más lejos, la gente puja por la banqueta que ocupó en prisión el general
Salan, por el orinal que utilizó el «Ché» en su último cuartel general y por un quiste de
ostra, llamado perla, más o menos grave. Hay individuos cuyo preocupación más
importante es el lugar donde se encuentra un sello con el águila imperial cabeza abajo...
Somos fetichistas natos y no podemos evitarlo...
Mi enfermedad de coleccionista aumentó en diez grados de fiebre. Quería aquella
partitura fuere como fuere, y, después de mucho insistir y ofrecer un precio que me
dejaba prácticamente sin saldo, llegamos a un acuerdo y el comerciante cedió,
aceptando el cheque con expresión compungida.
Llegué a casa frotándome las manos de satisfacción, creando mentalmente el
instante en que mi compañero y antagonista bibliómano Phipps, un inglés escueto y
ponderado, palidecería o se ruborizaría de envidia al ver tal joya en mi poder.
Pero no ocurrió así. Phipps, al observar los documentos de lejos y sin tocarlos
siquiera, me dijo con una sonrisa de triunfo en los labios el día que le invité a tomar café
y a que cogiera un berrinche:
- Te han dado el timo del húngaro a ti también. Ya van cinco... Tiene éxito, el
sinvergüenza ése. Y es un gran actor...
- ¿Qué actor?
- ¿Te los ha vendido un húngaro barbudo y melenudo con una perpetua y
exasperante expresión apologético? - inquirió el inglés.
- Sí. Tu descripción responde al aspecto apostólico del librero - a pedante Phipps no
me gana.
- Pues desde aquí, a dos metros de distancia - meneó la cabeza mi amigo - puedo
afirmar que son más falsos que mi dentadura. Los he visto sucesivamente en casa de
Oswald, de Fernández y de Nguyen Vo Chi...
Estos tres últimos eran unos conocidos anticuarios, fanáticos como nosotros.
- El húngaro - prosiguió Phipps - es un judío que se llama Buhrer. Fue actor. No sé
si se retiró o si le retiraron porque se drogaba con frecuencia. El caso es que se dedicó,
con métodos desconocidos, a falsificar incunables con indudable pericia. Siempre suelta
el cuento de que no quiere vender porque para él significan en la vida algo más
importante que los hijos... Tiene dos modelos favoritos: un ensayo de Voltaire y una
partitura de Brahms. Y, como a los otros tres incautos, te los ha vendido... Lo siento,
Dodss, lo siento...
- ¡Mañana le mato! ¡Le mando a la policía y hago que le enchironen! - rugí,
pegando un puñetazo en la mesa.
- Mañana - sorbió un whisky Phipps con parsimonia - Buhrer estará en Belgrado, en
Nueva Orleáns, en las Bahamas o en Nueva Delhi. Tiene ahorros suficientes para cazar
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