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EL VALLE MÁS
ALLÁ DEL TIEMPO
Lin Carter
Lin Carter
Título original: The Valley Where Time Stood Still
Traducción: Augusto F. Chamorro Martínez
© 1974 Lin Carter
© 1975 Intersea SAIC
N°. de Registro: 6.851-63
Edición digital: Umbriel
R5 11/02
EL CAMINO A YGNARH
1
Los buitres aparecen al sentir el olor a muerte y planean perezosamente en círculos
sobre su presa. Se ven desde muy lejos, como manchas. negras contra el azul del cielo:
señal de que la muerte está muy próxima.
En Marte no hay buitres; el aire está demasiado enrarecido para sustentar ave alguna.
Pero los trifos pueden oler la muerte en el aire frío y seco mejor que cualquier ave de
rapiña terráquea.
Los nativos doman y domestican a los trifos para cabalgarlos. Pero en estado salvaje,
estos reptiles de color escarlata, desgarbados, de largas patas, se alimentan de carroña y
adoran el olor a putrefacción en el aire desértico.
El trifo que cabalgaba M'Cord irguió la cabeza al olfatear la muerte. Ignorando la
mordedura del freno en su hocico, giró la cabeza doblando su cuello de reptil. Mostrando
los colmillos, siseó hambriento al sentir el sabor en el aire.
M'Cord había recorrido las arenas ecuatoriales durante diez años y conocía bien a los
trifos. La bestia se removió inquieta meneando impaciente la cabeza mientras emitía el
aullido triste de su especie.
El sabía lo que el trifo sabía.
Cerca había algo muerto, o muriéndose.
Soltando. las bridas lo dejó hacer. El desgarbado reptil rompió a galopar con
bamboleantes zancadas.
Era justo mediodía. El sol brillaba intensamente pero no calentaba, sus rayos llegaban
fríos al oscuro cielo de tintes violáceos. M'Cord había salido de la colonia de Salt Lake
City hacía ya tres meses; tomó una ruta apartada y tortuosa, y cruzó Tharsis y Xhante y el
Hydraotes hacia las arenosas planicies de Chryse del sur. Se dirigía a las tierras altas de
Eos a explorar las proximidades de los desfiladeros que existen a lo largo del Mare
Erythraeum.
Pero no tenía ningún apuro en llegar.
Era un terráqueo alto, enjuto y de rasgos marcados, de fríos ojos grises y largas
piernas. Sus antecesores eran irlandeses negros del condado de Kerry, pero en alguna
época un descendiente de los tercos escoceses se había colado en su sangre. Era astuto,
ríspido y sabía ser peligroso cuchillo en mano. Le habían hecho daño y nunca pudo
sobreponerse. Ahora él lo hacía, a su vez. en cada oportunidad que podía; pero por lo
general se encerraba en sí mismo, sin abrir la boca, dura la mirada: un hombre de pocos
conocidos y sin amigos.
Sólo una mujer, una mujer del Clan Bajo, de sedoso pelo negro entrelazado con
minúsculas campanitas de cristal y que solía esperarlo en la pieza de una calle apartada
de Sun Lake detrás del Presidium, sabía que, a veces, podía ser tierno y que era capaz
de reír. Pero sabía también que cuando estaba de mal humor podía ser muy áspero e
incluso cruel.
Era más cruel consigo trismo que con nadie: era su manera de ser.
Dejó al trifo seguir el olor a muerte que traía el aire. Estaba en el desierto de Aram, en
la línea ecuatorial, once grados Oeste de longitud. Nadie vivía allí; no había siquiera un
campamento del Pueblo a más de mil kilómetros a la redonda y la colonia terrestre más
cercana era Sun Lake.
Nadie vivía allí porque nada podía sobrevivir. La tierra polvorienta, amarilla, era fina
como talco, reseca y estéril. Aun las escasas bestias de presa del desierto eludían el
Aram.
M'Cord se preguntó entonces qué era lo que había muerto.
A veces una nave caía en las planicies polvorientas, perforada su débil superficie de
sustentación por meteoritos. Podría ser un colono; podría incluso ser un policía C. A.
M'Cord sonrió al pensarlo, con una sonrisa que le estiró la piel de la cara descubriendo
sus dientes en una mueca complacida.
No le gustaban los policías.
Pero no era una nave de patrullaje C. A., era un trifo muerto. Con un hombre aplastado
debajo, vivo aún, en las peores condiciones.
M'Cord vio que era un nativo; por su piel roja cobriza y su tosca cabellera. Era un
hombre alto, fuerte, de largas extremidades surcadas de jóvenes músculos; el rostro de
rasgos duros y afilados, ceñudo e inexpresivo. Un rostro de piel seca y resquebrajada en
el que sólo los ojos amarillos tenían vida y movimiento.
Estaba recostado sobre su codo izquierdo y observaba a M'Cord acercarse sin palabra
o gesto alguno.
Su pierna izquierda estaba atrapada bajo la bestia muerta.
La derecha cruzaba el gran hombro del trifo. Había estado tratando de librarse del
cadáver usando su pie libre. Llevaba en eso tres días con sus noches.
Tenía los labios resecos y partidos, y la lengua negra e hinchada. En la cara y el cuello,
la piel estaba pegada a huesos y tendones.
A su lado, en la arena, yacía un odre vacío. Hacía mucho que estaba seco, y lo había
rasgado y chupado por el revés hasta extraer la última gota de agua y humedad.
Estaba a un paso de la muerte, pero seguía luchando.
Su mano derecha descansaba en la cadera. Sostenía una pistola de rayos.
La pistola no lo apuntaba pero yacía desenfundada y lista.
Permaneció allí, mudo, mirando al terráqueo con sus ojos amarillos cargados de odio.
M'Cord detuvo su cabalgadura y se quedó en la montura mirando al marciano,
pensando qué hacer.
Ninguno de los dos habló.
Los nativos odiaban a los colonos terráqueos. Pero odiaban mucho más a la policía C.
A. M'Cord no era ni lo uno ni lo otro pero eso no tenía importancia. Por más de medio
siglo los terráqueos habían saqueado, engañado y robado a los últimos exponentes de
una orgullosa y ancestral raza de guerreros. Profanaron sus tumbas y lugares sagrados,
violaron a sus mujeres y esclavizaron a los hombres en las minas de bario.
Para el Pueblo, los terráqueos eran los f’yagha los odiados. M'Cord era un f’yagh.
Pero aquellos que vagan por los arenales comparten un código común. La
supervivencia en los hostiles y polvorientos desiertos es infinitamente difícil. Aquí un
hombre ayuda al que lo necesite, no importan la tribu ni, el clan a los que pertenezca.
M'Cord se deslizó de la montura, lentamente, manteniendo ambas manos a la vista.
Rodeando el trifo muerto se aproximó al hombre que yacía inmóvil observándolo sin
pronunciar palabra, pero los dedos del otro se crisparon en la culata de su arma.
M'Cord llevaba a su vez dos pistolas de rayos al cinto. Nadie va más allá de los límites
de los Oasis sin un arma. No hay ley más allá de Tharsis. Sus pistolas eran viejas y tenían
mucho uso, pero General Electric las había construido para durar. M'Cord podía
desenfundar y activarlas en un décimo de segundo.
Antes de llegar al hombre postrado, M'Cord se detuvo, soltó cuidadosamente su cinto y
lo dejó caer al polvo junto con las armas.
Los ojos amarillos del nativo lo observaron, fríos y duro como los de un halcón,
mientras se arrodillaba a su lado y destapaba una de las dos cantimploras que portaba.
—Este agua no me pertenece —dijo M'Cord lo más claro y lentamente que pudo,
deseando dominar mejor la Lengua. La encontré en el desierto. No pertenece a nadie. La
dejaré aquí para quienquiera que pase.
Entonces se acuclilló observando al moribundo mientras éste tomaba la cantimplora
con manos temblorosas, la destapaba y bebía.
No le ofreció ayuda, aunque el hombre estaba débil y semiinconsciente. Tampoco se
dirigió a él en forma directa. Para los marcianos el agua es un elemento muy preciado y
sagrado. Compartirla es un rito muy importante para ellos. No se ofrece agua porque sí,
ya que aceptarla establece un lazo de extraña intimidad, una especie de hermandad de
sangre, y nadie ofrece ni acepta esos lazos con ligereza.
Pero al negar la propiedad del agua, M'Cord le hacía posible aceptarla sin compromiso.
Observó al hombre mientras bebía. Primero, sólo se humedeció los labios; luego mojó
su lengua: finalmente bebió cautelosamente un sorbo y lo mantuvo en la boca un
momento ante. de tragarlo dolorosamente.
Para sobrevivir en las arenas había que saber usar el agua. Después de tres días de
estar expuesto al sol, si hubiera bebido hasta saciarse como lo deseaba, seguramente
hubiese muerto.
Sus tejidos estaban deshidratados; un estómago lleno de agua le provocaría
convulsiones.
El hombre tomó otro pequeño sorbo, lo saboreó y lo tragó lentamente. Entonces,
aunque sus dedos temblaban por las ansias de seguir bebiendo, cerró el recipiente y lo
dejó a su lado. M'Cord sabía que volvería a repetir lo anterior en un tiempo prudencial.
Con los ojos entrecerrados escrutó al hombre, pensativo. No era un miembro de los
Clanes Bajos, por cierto, sino un guerrero de la nobleza de la Sangre Alta, a juzgar por
sus finas facciones, sus ojos penetrantes y su apostura aristocrática. La contextura de los
hombres de los Clanes Bajos era más tosca y llevan el pelo cortado de manera diferente.
Este hombre se encontraba muy lejos de su casa.
M'Cord se preguntó qué haría ahí.
Y hacia dónde iría.
El trifo no tenía heridas, por lo menos ninguna que M'Cord pudiese ver. Pero estaba
muerto desde hacía varios días. Si hubiesen estado en la Tierra y la bestia hubiese sido
un caballo en vez de un trifo, el guerrero hubiese podido cortar una arteria y beber la
sangre del animal. Pero la sangre de los trifos f os contiene una sustancia que reacciona
con una enzima del sistema circulatorio de los marcianos y la hace venenosa. Por lo tanto
el guerrero había estado aguardando una lenta muerte por falta de agua y hubiese
perecido muy pronto de no haber decidido M'Cord dejar al trifo f o buscar el origen del
olor.
Cuidó del nativo lo mejor que pudo. Primero retiró el cadáver, liberándole la pierna.
Estaba quebrada cerca de la rodilla, aparentemente tenía alguna fractura pareja.
Inmovilizó el fémur con dos tablillas de plastrón que llevaba en su botiquín para una
eventualidad semejante y vendó la pierna firmemente con celluflex.
El guerrero lo observó y lo dejó hacer sin decir palabra. Refunfuñó una vez cuando
M'Cord colocó el hueso en su sitio y eso fue todo.
Cuando estuvo listo, se mojó los labios y tomó otro trago de agua. M'Cord le dio una
ración de carne en uno de esos envases autotérmicos. El guerrero la tragó ávidamente,
sin notar los calmantes y antibióticos de amplio espectro que M'Cord había deslizado en
ella cuando no miraba.
Cuando al fin el marciano se decidió a hablar, lo hizo con una voz ronca, áspera.
—¿Eres un vendedioses, f’yagh? —le espetó, refiriéndose a los misionemos.
M'Cord negó con la cabeza.
—Tus dioses son tus dioses y los míos son los míos —dijo. Sabía lo que el Pueblo
pensaba de los misioneros. No los querían en absoluto y se referían a ellos con
desprecio.
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