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Orson Scott Card
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 Índice
La Partida
Reunión
Manos Limpias
Jane
La Flota Lusitania
Varelse
Doncella Secreta
Milagros
Cabeza de Pino
Mártir
El Jade del Maestro Ho
La Guerra de Grego
Libre Albedrío
Creadores de Virus
Vida y Muerte
Viaje
Los Hijos de Ender
Dios de Sendero
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LA PARTIDA
<Hoy uno de los hermanos me preguntó: ¿Es una prisión tan temible no poder
moverte del lugar donde estás?>
<Y respondiste...>
<Le dije que soy más libre que él. La incapacidad de moverme
me libera de la obligación de actuar.>
<Los que habláis lenguas sois unos mentirosos.>
Han Fei-tzu estaba sentado en la posición del loto sobre el desnudo suelo de
madera junto al lecho del dolor de su esposa. Un momento antes, tal vez estuviera
dormida; no estaba seguro. Pero ahora era consciente del ligero cambio en la
respiración de ella, un cambio tan sutil como el viento tras el paso de una
mariposa.
Jiang-ging, por su parte, también debió de detectar algún cambio en él, pues no
había hablado antes y lo hizo ahora. Su voz sonó muy baja, pero Han Fei-tzu la
oyó claramente, pues la casa estaba en silencio. Había pedido quietud a sus amigos
y sirvientes durante el ocaso de la vida de Jiang-ging. Ya habría tiempo de sobra
para ruidos descuidados durante la larga noche por venir, cuando no salieran
palabras susurradas de los labios de ella.
-Todavía no he muerto -dijo Jiang-ging.
Lo había saludado con estas palabras cada vez que despertaba durante los últimos
días. Al principio las palabras le parecieron quejumbrosas o irónicas a Han Fei-tzu,
pero ahora sabía que ella hablaba con decepción. Ahora ansiaba la muerte, no
porque no amara la vida, sino porque la muerte era inevitable, y lo que nadie puede
impedir debe aceptarse. Ése era el Sendero. Jiang-ging nunca se había apartado del
Sendero ni un solo paso en toda su vida.
-Entonces los dioses son amables conmigo -dijo Han Fei-tzu.
-Contigo -susurró ella-. ¿En qué estamos pensando?
Era su forma de pedirle que compartiera con ella sus pensamientos privados.
Cuando otras personas lo hacían, él se sentía espiado. Pero Jiang-ging lo pedía sólo
para poder pensar también lo mismo: formaba parte del hecho de haberse
convertido en una sola alma.
-Estamos pensando en la naturaleza del deseo -respondió Han Fei-tzu.
-¿El deseo de quién? -preguntó ella-. ¿Y hacia qué?
«Mi deseo de que tus huesos sanen y recuperen sus fuerzas, para que no se rompan
a la más mínima presión. Para que puedas ponerte de nuevo en pie, o levantar
siquiera un brazo sin que tus propios músculos arranquen trozos de hueso o hagan
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que el hueso se rompa bajo la tensión. Para no tener que ver cómo te marchitas
hasta pesar sólo dieciocho kilos. Nunca supe lo perfecta que era nuestra felicidad
hasta que me enteré de que ya no podríamos estar juntos.»
-Mi deseo -respondió él-. Hacia ti.
-«Sólo se desea lo que no se tiene.» ¿Quién dijo eso?
-Tú -dijo Han Fei-tzu-. Algunos dicen «lo que no puedes tener».
Otros dicen «lo que no deberías tener». Yo digo: «Sólo puedes desear
verdaderamente lo que desearás siempre».
-Me tienes para siempre.
-Te perderé esta noche. O mañana. O la semana que viene.
-Pensemos en la naturaleza del deseo -instó Jiang-ging.
Como antes, usaba la filosofía para sacarlo de su amarga melancolía.
Él se resistió, pero sólo a medias.
-Eres una gobernante dura -se quejó Han Fei-tzu-. Como tu antepasada-del-
corazón, no haces ninguna concesión a la fragilidad de los demás.
Jiang-ging llevaba el nombre de una líder revolucionaria del pasado remoto que
intentó guiar al pueblo a un nuevo Sendero, pero fue derrocada por cobardes de
corazón débil. Han Fei-tzu pensaba que no estaba bien que su esposa muriera antes
que él: su antepasada-del-corazón había sobrevivido a su esposo. Además, las
esposas deberían vivir más que los maridos. Las mujeres eran más completas
interiormente. También eran mejores para vivir con sus hijos. Nunca estaban tan
solitarias como un hombre solo. Jiang-ging no quiso dejarle que volviera a sus
meditaciones.
-Cuando la esposa de un hombre ha muerto, ¿qué ansía él?
Con rebeldía, Han Fei-tzu ofreció la respuesta más falsa a su pregunta.
-Acostarse con ella.
-El deseo del cuerpo -murmuró Jiang-ging.
Ya que ella estaba decidida a mantener esta conversación, Han Fei-tzu recitó la
retahíla en su lugar.
-El deseo del cuerpo es actuar. Incluye todas las caricias, casuales e íntimas, y
todos los movimientos habituales. Así, ve un movimiento por el rabillo del ojo y
cree haber visto a su esposa muerta cruzando el umbral, y no se queda tranquilo
hasta haberse acercado a la puerta y visto que no era su esposa. Despierta de un
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sueño en el que ha oído su voz y se descubre respondiéndole en voz alta, como si
ella pudiera oírlo.
-¿Qué más? -preguntó Jiang-ging.
-Estoy cansado de filosofía -protestó Han Fei-tzu-. Tal vez los griegos encontraban
consuelo en ella, pero yo no.
-El deseo del espíritu -insistió Jiang-ging.
-Como el espíritu pertenece a la tierra, es esa parte la que obtiene nuevas cosas de
las cosas viejas. El marido ansía todas las cosas inacabadas que su esposa y él
hacían cuando ella murió, y todos los sueños sin empezar de lo que podrían haber
hecho si ella hubiera vivido. Así, un hombre se enfada con sus hijos por ser
demasiado parecidos a él y no parecerse suficiente a su esposa muerta. Así, un
hombre odia la casa en la que vivieron juntos, porque no la cambia, y está así tan
muerta como su esposa, o sí la cambia, y entonces ya no es la mitad que ella creó.
-No tienes que enfadarte con nuestra pequeña Qing-jao -conminó Jiang-ging.
-¿Por qué? -preguntó Han Fei-tzu-. ¿Te quedarás, entonces, y me ayudarás a
enseñarle a ser una mujer? Yo sólo puedo enseñarle a ser como yo soy, frío y duro,
tosco y fuerte, como la obsidiana. Si acaba siendo así, aunque se parezca tanto a ti,
¿cómo podré no enfurecerme?
-Porque también puedes enseñarle todo lo que yo soy -replicó Jiang-ging.
-Si tuviera dentro de mí alguna parte de ti, no habría necesitado casarme contigo
para ser una persona completa -objetó Han Feitzu. Ahora la provocaba usando la
filosofía para apartar la conversación del dolor-. Ése es el deseo del alma. Como el
alma está hecha de luz y vive en el aire, es esa parte la que concibe y conserva las
ideas, sobre todo la idea del yo. El marido echa de menos su yo completo, que
estaba compuesto del marido y la mujer juntos. Así, nunca cree ninguno de sus
propios pensamientos, porque siempre hay una cuestión en su mente a la que sólo
los pensamientos de la esposa son la única respuesta posible. Así, el mundo entero
le parece muerto porque no puede confiar que nada conserve su significado antes
de la arremetida de esta cuestión irrespondible.
-Muy profundo -comentó Jiang-ging.
-Si fuera japonés, cometería seppuku y vertiría mis entrañas en la jarra de tus
cenizas.
-Muy sucio y desagradable -dijo ella.
-Entonces debería ser un antiguo hindú y quemarme en la pira.
Pero ella ya estaba cansada de bromas.
-Qing-jao -susurró.
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